domingo, 30 de marzo de 2008

La noche triste

Samuel

I.

Todos los días, a la misma hora, Samuel se metía en mis pensamientos. Al principio me gustaba la idea de que me visitara y lo toleraba unos momentos; después le pedía que se fuera. Pasó el tiempo y a Samuel le gustó cada vez más, estar. Siempre ha hecho lo que ha querido y conmigo hizo lo mismo.

Todo el tiempo tuve que soportar sus crisis emocionales, sus confusiones, sus tristezas y desesperaciones. No pude más y un buen día lloré junto con él. Comencé a sentir lástima y traté de reconfortarlo. Pero algo pasó y todos esos sentimientos se convirtieron en repulsión. Eso fue; sus lamentos me daban asco, me provocaban un tremendo odio y gozo a la vez por sentirlo sufrir.

Entonces, fui yo la que se lamentaba de tener a Samuel en mi mente. Para ayudarnos a los dos, decidí acabar con todo. Primero lo destruí a él, de un solo golpe y con un dulce adiós, después me deshice de mi cabeza rápidamente. Fue el final del sufrimiento.

II.

Cuando recuerdo a Samuel, todo se pone de cabeza. Respiro a través de los ojos y el corazón me palpita en la boca. Lo asesiné sin ningún temor y nunca tuve sentimiento de culpa. Sin embargo, hoy lo extraño más que nunca. Se metió en la cabeza de alguien más y allí lo acogieron felizmente. Cuando vuelvo a casa paso horas recordando su teléfono y marco todos los números que me vienen a la mente, para que al final nadie responda y nada suceda.

En mi vida todo ha sido de un color. El rojo por excelencia ha impregnado mis sueños pero también mis dudas. Lo bueno y lo malo dejan pasar la textura y me hacen viajar de manera desconsiderada dentro de mis fantasmas y mis miedos.

Rojo es esa sensación en el estómago cuando recuerdo a Samuel. El último beso en el carro, cuando me tomó la cara, nos acercamos y besamos durante horas, de manera suave y lenta. Tengo la imagen de sus ojos medio abiertos frente a los míos, preguntando ¿De qué te ríes? “De nada, de nada”. Y brillaban sus ojos por mí, por todo lo que yo era. Y yo me reía simplemente, de lo fácil que había sido, de lo distinto que sería todo, pero sobre todo de que una vez más, yo no tenía ningún sentimiento de culpa.

Rojo, rojo lo siento cuando me doy cuenta de que me he convertido en algo que nunca desee. Soy un ser cínico e impaciente. Pero ha pasado el tiempo y con una tristeza que me ocupa el pensamiento de manera grata, me doy cuenta de que nunca fue Samuel. Y si no, por qué sigo escuchando estos lamentos que me hacen doler la cabeza y no me dejan dormir. Esto es, porque los lamentos siempre fueron míos. Lo único que queda es cubrirlos del color que me marea.

III.

De todos modos no hay mucho que decir, únicamente que lo extraño. Desde el día en que le dije que lo amaba y que le colgué el teléfono, no he vuelto a saber de él. Ojalá haya sufrido para no temer su olvido.

Hoy estoy más contenta que nunca; presiento que se está acercando. No tengo ganas de sentir, pero el miedo me toca la espalda a cada rato. Estoy tranquila y sé que no podrá ganarme la discusión. No habrá trato. De cualquier forma, me gustaría abrazarlo un día de estos. Tengo ganas de que nos veamos a solas, en la cama, debajo de las sábanas y con las almohadas sobre la cara, para llorar y arrepentirnos de habernos conocido. Y es que, lo odio tanto... que no puedo más.

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