Apenas en marzo, Jesús Silva Hérzog-Márquez escribía lo que sigue. No tiene desperdicio.
Algunos celebraron el nombramiento del nuevo secretario de gobernación como el asomo de una nueva clase política que, finalmente, llega al país para darle vuelta a las hojas. Cobijados por el PAN, aparecían políticos frescos, jóvenes, sin las obsesiones de sus predecesores. Sus publicistas los retrataban como competentes y ágiles; diestros en el manejo de las encuestas y libres de telarañas ideológicas. Sugerían que el nuevo ministro del interior representaba la avanzada de una promisoria tonificación del cuerpo gobernante. Aquellos defensores sugerían que no había que exigirle demasiadas credenciales al funcionario premiado: bastaba la confianza de su jefe y el éxito en la campaña para convertir a su mentor en presidente. La experiencia era ridiculizada como si fuera una petulancia de viejos. ¿De qué sirven años de experiencia si este régimen es tan distinto al viejo, tan nuevo, tan joven—como Juan Camilo?
El escándalo que ha envuelto al Secretario de Gobernación no es una nimiedad. Representa un vicio que, por muy común que sea entre los panistas, no deja de ser inadmisible: la incapacidad de trazar con claridad una línea que separe los intereses privados y las responsabilidades públicas. No encuentro señales que demuestren que el legislador o el funcionario de la Secretaría de Energía se hayan beneficiado de su cargo, pero lo que evidencian los documentos exhibidos es, por lo menos, ligereza, descuido en el trato de asuntos espinosos. Con todo, lo menos escandaloso del escándalo es el motivo que lo hizo explotar. Normalmente el encubrimiento resulta más nocivo que la trampa. En este caso, lo verdaderamente grave no son las firmas sino la reacción del funcionario. Mudo para responder puntualmente a las imputaciones, el Secretario se mostró indignado por un cuestionamiento calificado de “mezquino.” ¿Por qué sería mezquino que la oposición señale documentos que exhiben conductas públicas que son, cuando menos, sospechosas? ¿No es parte del derecho y aún de responsabilidad de las oposiciones? ¿Quién se cree este hombre que se imagina por encima de los cuestionamientos?
Mouriño no se quedó en la absurda cantaleta de los-malos-mexicanos-que-quieren-el-fracaso-de-México sino que se explayó en una lacrimosa historia de sacrificio. Nos relató el abnegado patriota que en el 2003 optó por el servicio a la patria. Desde entonces carga una pesada cruz: “El precio que pagué no fue menor. Le he arrebatado tiempo a mi familia; renuncié a las acciones de las cerca de 80 empresas de uno de los grupos empresariales más importantes del sureste mexicano y también dejé muchas de las comodidades que tienen los que viven en el interior del país.” Ay. El señorito se ofende porque la ingrata patria no le reconoce las privaciones que ha tolerado para beneficiarla generosamente con su talento. Difícil imaginar una respuesta más incompetente, más torpe y, sobre todo, más insultante. El escándalo del preferido de Calderón no tiene que ver, pues, con sus tratos con Pemex, sino con su nombramiento. Si queríamos una estampa del político bisoño que no tiene más mérito para ocupar el ministerio del interior que el aprecio de su jefe, ahí la tenemos, a todo color. La información que ha dado después sigue sin responder a las acusaciones del político que ha revivido con su arrogancia. La gran apuesta política de Calderón ha resultado un fiasco.
Insistiría que el amiguismo de Calderón no tiene paralelo en la historia reciente del país. Ni en los tiempos dorados de la hegemonía priista puede recordarse un gabinete tan oscuro y tan subordinado al criterio exclusivo de la amistad. Por supuesto que antes había amigos en el equipo presidencial y que muchos de ellos eran indefendibles, pero no había tantos colaboradores que lo fueran por el solo hecho de ser amigos del jefe o por la gran virtud de ser, convenientemente, anodinos. Si el tamaño de un presidente se mide por la estatura de sus colaboradores, el presidente Calderón alcanza la altura de su club de Mickey Mouse. El suyo no es un gabinete de figuras indisciplinadas por la sencilla razón de que no hay, excluyendo al Secretario de Hacienda, una sola figura en su equipo. Pero diría que el caso del secretario de gobernación refleja algo más que la inseguridad de un presidente que no tolera la compañía de personajes con trayectoria propia. Si ha querido azular su gabinete ha tenido éxito: en sus colaboradores está el mejor retrato del partido que llegó al poder hace un año y medio. En efecto, como quieren los calderonistas, puede decirse que el PAN no ganó el poder en el 2000, con Vicente Fox. El partido de Gómez Morín llegó al poder con el hijo de un fundador.
La irritante respuesta de Mouriño es la muestra perfecta del arrogante señoritismo que impera en el PAN. Los sacrificados señoritos panistas que dicen ofrendar sus “legítimos” dividendos a la salvación nacional. No son los tecnócratas de antes que eran respetados en todo el mundo; no son tampoco los lobos de la malicia que siguen imponiendo sus condiciones. Sin formación académica solvente, ni experiencia política, son los amiguitos mimados de un hombre con suerte. Daniel Cosío Villegas detectaba ese señoritismo a fines de 1946 cuando hablaba de los antipáticos panistas: son los decentes de clase media cuyos intereses y experiencias se reducen a su despacho y a su parroquia. Los calificaba atinada y visionariamente como tipos de “mentalidad señoril”, en su memorable ensayo sobre la crisis de México. Esos señoritos ganaron la presidencia en el 2006 y están convencidos de que el país está en deuda con ellos.
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